sábado, 2 de noviembre de 2013

Predicar el Evangelio

"Porque si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio! 1 Corintios 9:16


El hombre más destacado de los tiempos apostólicos fue el apóstol Pablo. Él siempre fue grande en todo. Si se le considera como pecador, él fue en extremo pecador; si se le ve como perseguidor, él odiaba en extremo a los cristianos y los perseguía hasta ciudades lejanas; si se le toma como convertido, su conversión fue la más notable de todas las que hayamos leído, consumada por medio de un milagroso poder y por la propia voz de Jesús que le habló desde el cielo: "Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?" Si lo tomamos simplemente como cristiano, vemos que fue extraordinario, que amó a su Maestro más que otros, y buscaba mostrar, más que todos los demás, la gracia de Dios en su vida. 

Pero si lo consideramos como apóstol y predicador de la Palabra, sobresale de manera eminente como el príncipe de los predicadores, que predicó incluso ante reyes y emperadores -como Agripa y Nerón- y, asimismo, estuvo frente a emperadores y reyes por causa del nombre de Cristo. Una característica de Pablo era que cualquier cosa que hiciera, la hacía con todo su corazón. Era del tipo de personas que no podía desempeñar una función a medias, ejercitando una parte de su cuerpo y dejando que la otra parte permaneciera indolente; sino que, cuando se ponía a trabajar, absolutamente todas sus energías -cada nervio, cada tendón- eran utilizadas al máximo en el trabajo que debía hacer, ya fuera trabajo del malo o del bueno. 

Pablo, por tanto, podía hablar con toda la experiencia en lo tocante a su ministerio, puesto que él fue el mayor de los ministros. Todo lo que dice es importante; todo nos llega de lo profundo de su alma. Y podemos estar seguros de que cuando escribió esto, lo escribió con mano firme: "Si anuncio el evangelio, no tengo de qué jactarme, porque me es impuesta necesidad; pues ¡ay de mí si no anuncio el evangelio!"


Adaptación de C.H. Spurgeon sermón Nº 34

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